¡Jaime, Pepe, decid la verdad!
(A mis amigos Pepe y Jaime, al que nunca olvidaré)
En 2013 mi hija recibía una de las 100 becas que la Universidad Internacional Menéndez Pelayo concedía a los mejores bachilleres de España y que les permitía asistir al Aula de Verano Ortega y Gasset que se desarrollaría a finales de agosto en el Palacio de la Magdalena de Santander. Mi mujer y yo la acompañamos y pudimos disfrutar unos días de la bella ciudad y alrededores.
Conocí la capital cántabra contando yo con quince años y con motivo de la finalización de aquel Bachillerato (de seis años) que se iniciaba con diez y que fue enterrado ya por posteriores Leyes de Educación. Por aquellas fechas los viajes de estudios se llevaban a cabo poco antes de Semana Santa. El nuestro supuso un periplo de once días, gracias al cual algunos contemplábamos por primera vez los encantos de Madrid, Zaragoza, San Sebastián, Bilbao, Santander...
Como naturalmente ocurre en cualquier grupo humano, los afines nos íbamos acercando y solíamos salir juntos en los tramos horarios de libre disposición que el profesorado nos asignaba. Fue en aquel viaje donde los incipientes vínculos de amistad de tres adolescentes, se afianzaron definitivamente hasta nuestros días. Éramos Jaime, Pepe y yo.
Paseando con mi esposa por el atractivo paseo marítimo, localicé un pequeño puerto de embarcaciones ligeras y botes y le sugerí acercarnos a él. Lo reconocí de inmediato aunque habían transcurrido casi cuarenta años. Algo había cambiado, pero en lo fundamental seguía igual. Era el mismo al que aquella tarde de finales de marzo de 1974 nos aproximamos los tres amigos con el empeño de alquilar algún batel y remar un poco. Disponíamos de tiempo libre, eran alrededor de las cuatro y en hora y media podíamos bogar un rato y retornar a tiempo al punto de encuentro para proseguir las actividades con el resto del grupo.
Yo miraba con obstinación y ya no había botes de madera. Ahora eran pequeños barcos multicolores, de fibra de vidrio. Sentí cierta nostalgia. Creo que localicé el punto exacto donde embarcamos y recorrí con la vista la trayectoria hasta escapar del pequeño puerto. Alcé la mirada y un estremecimiento transitó por mi cuerpo. Primero experimenté perplejidad pero enseguida me sosegué. Esbocé una ligera sonrisa y me alegré de estar allí cuatro décadas más tarde.
Los tres amigos descendimos por unos escalones de piedra y nos dirigimos a un hombrecillo tostado por el sol, la tez surcada por las arrugas del tiempo y el trabajo, boina calada y mirada seria. Le declaramos nuestro deseo y su negativa fue rotunda. Los botes no se alquilaban. Porfiamos argumentando que pagaríamos un precio razonable aunque sólo fuera por media hora de uso. No sin objeciones, el hombre aceptó aunque con un requisito: no podíamos salir de la dársena.
Abordamos la minúscula isla de madera y nos hicimos a los remos. Sólo Jaime revelaba tener más pericia con el palo. El puertecillo se nos hizo pequeño y, observando que el hombre ya no reparaba en nosotros, pusimos proa a mar abierto. ¡Qué felicidad! Con toda energía hundíamos las maderas en el agua, que cada vez se hacía más oscura. Al poco, el calor del esfuerzo obligó a despojarnos de las gabardinas. Sí, gabardinas. Pantalón largo, camiseta, camisa, saquito (ahora se le llama jersey) y gabardina. Por supuesto, zapatos de cordones. Nos alternábamos con las palas y percibíamos cómo la ciudad se hacía pequeña. No había peligro de que el hombrecillo nos fiscalizara. Para nosotros no habrían pasado ni diez minutos, tal era nuestro arrebato, pero se habían deslizado bastantes más. A espaldas del remero se divisaba, aún distante, tierra firme. Resolvimos llegar hasta allí, teníamos tiempo.
Seguíamos remando y riendo y criticando la destreza del improvisado marinero que intervenía en cada momento como motor de la embarcación. Nos impusimos callar cuando apreciamos un ruido extraño por debajo de nuestro bote. No sabíamos que había sido y dejamos de reír. Ya sólo se oía el mar. Al momento entendimos qué sucedía. Una de las tablas del barquichuelo se había levantado y comenzaba a entrar agua. Dentro de la chalupa había una cuerda enrollada y una lata. La cogimos y comenzamos el achique. Absurdo, pues entraba más líquido del que arrojábamos. Dispusimos continuar hasta aquella tierra firme que ahora sí, se nos presentaba demasiado lejos. Evoco mi cruce de miradas con Jaime, su expresión y lo que ella transmitía. En esa situación, pies cubiertos de agua hasta las espinillas y arrojando con el envase a marchas forzadas, pudimos estar al menos media hora, pero no sentíamos frío.
Alguno de los tres observó y gritó con entusiasmo que el agua se hacía menos oscura, y así era. El fondo empezaba a verse poco a poco, cada vez con más claridad. Quince minutos más, tal vez, y los cangrejos se distinguían con toda claridad. Dos metros, un metro, medio. La barca dejó de moverse y nosotros podíamos salir de ella aún bastante lejos del destino que nos habíamos propuesto. Saltamos fuera y decidimos qué hacer, toda vez que regresar era imposible. Teníamos que dejar la triste nave a salvo y poniendo bajo su quilla los remos a modo de rodillos, la empujábamos. No avanzamos ni veinte metros cuando los dos maderos se habían partido por el peso soportado. Nos quedaba la soga. Localizamos una piedra, la agarramos, la trasladamos y a ella anudamos la barca. A partir de ese momento, correr en dirección hacia lo que creíamos era lo más cercano. Y corrimos, vaya si corrimos. El agua salía del interior de nuestros zapatos, que eran más pesados de lo habitual. Esqueletos de embarcaciones parecían mirarnos mientras nos preguntábamos dónde estábamos y qué era aquello. Pero no había mucho que pensar, sólo correr y correr. Llegamos hasta una zona donde podíamos subir a un nivel superior y lo hicimos. Y desde allí contemplamos con pesar la barca (Rosario se llamaba y aún recuerdo su matrícula), ya bastante lejos y como si los tres amigos hubiéramos salido de una gran bañera. Algo inexplicable. Seguimos corriendo pantalón remangado y por fin nos topamos con una persona a la que le preguntamos cómo volver a Santander. Con amabilidad pero con extrañeza nos señalaba con su brazo extendido la dirección que debíamos tomar, también que encontraríamos un muelle y una barcaza municipal que saldría en diez minutos. Había que seguir corriendo. ¿En diez minutos? Alguno miró su reloj, eran las ocho menos diez de la tarde. De nuevo a la carrera. Pero lo conseguimos, llegamos y subimos a bordo. Durante el trayecto de retorno ninguno dijimos una sola palabra. Bajamos del transporte y nos encaminamos hacia el embarcadero donde cuatro horas y media antes habíamos alquilado una vieja barca. Ahora cobraba sentido el hincapié del hombrecillo en que no saliéramos del embarcadero.
Al dueño no lo encontramos, pero sí indicamos a otro pescador que habíamos dejado la barca 'allí a lo lejos, en la playa y amarrada a una piedra'. El pescador nos miraba con asombro tanto por oír lo de la playa de la que hablábamos como por la historia que le acabábamos de relatar.
Ya quedaba el último acto de la función. Regresamos al hostal y allí estaba nuestro profesor que, aunque para sus adentros se alegró enormemente de vernos, nos soltó una reprimenda sobrecogedora.
-¿¡De dónde venís!? -decía enfurecido. Yo le relataba atropelladamente, como podía. Pero él no creía una sola palabra de mi explicación.
-¡Jaime, Pepe, decid la verdad! ¿¡Dónde habéis estado!?
No recuerdo el correctivo que nos impuso, aunque lo aceptamos obedientemente. Sí recuerdo que finalmente admitió como veraz nuestro relato y también recuerdo sus palabras: "La marea baja os ha salvado la vida".
Me giré hacia mi mujer, que preguntaba por mi estado de enajenación momentánea. Volví en mí, le sonreí, miré de nuevo al mar y nos marchamos.
Luis Gerardo Ortiz (abril de 2022)
Hasta la próxima
Al final del relato he creído escuchar internamente la Barca sobre el océano de Ravel
ResponderEliminarBonito relato... Menuda aventura!!
ResponderEliminarMe ha gustado mucho la historia, os he visto a los tres en acción en todo vuestro esplendor. Gracias por compartir.
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