Podría
tratarse de octubre o noviembre de 1975 o 76. Los tres amigos
partíamos
de madrugada, alrededor de las cinco, en dirección a la carretera de
Sierra Nevada. Yo recogía a Pepe, que vivía muy cerca de mí, y
juntos pasábamos por la casa de Jaime, que ya nos esperaba
con su cigarrillo en la mano y su habitual sonrisa amplia. Las calles
de la ciudad estaban completamente vacías y poco iluminadas.
Sólo
ellas eran testigos de
nuestra presencia y quizá hasta captaran ese hormigueo en el
estómago síntoma de la ilusión de tres jóvenes que comenzábamos
a experimentar el regusto de las primeras excursiones autorizadas por
los progenitores, eso sí tras tenaces negociaciones y aun así a
regañadientes. Nos sentíamos libres, aventureros y con la fortaleza
necesaria para llegar caminando al Hotel del Duque.
Este edificio, mandado construir por don Julio Quesada-Cañaveral,
duque
de San Pedro de Galatino, nunca llegó a ejercer como tal. El propio
constructor duque lo donó al Arzobispado para ser usado como
Seminario de verano.
La
ruta era larga y de ahí el salir tan temprano. Primero debíamos
superar el tramo menos agradable para cualquier excursionista, es
decir, la carretera y el asfalto. Al llegar a Pinos Genil seguíamos
la vía del tranvía (de la Sierra),
línea recientemente clausurada
tras casi cincuenta años de servicio.
Comenzaba ahí el segundo tramo que seguía las férreas paralelas
discurriendo por parajes de incuestionable belleza, transitando por
túneles y cruzando puentes hasta alcanzar la estación de
El Charcón.
En ese punto cruzábamos el río Genil y se iniciaba una fuerte
pendiente que nos conduciría al mencionado Hotel.
Pero
volvamos atrás. Atravesábamos el barrio de Gracia, recortábamos
hacia la
calle de San
Antón buscando los jardines del Salón, el
Paseo
de la Bomba,
hasta dar comienzo
a
la carretera de la Sierra. Ya era necesario encender nuestras
linternas, circular en fila india y por la izquierda, como mandan las
normas. Ante cada uno de nosotros, una pequeña alfombra cónica de
amarillenta luz nos aseguraba la protección necesaria contra un mal
paso, un objeto extraño en el arcén... Mientras al principio de
nuestra caminata, aún por las calles de la ciudad, hablábamos y
reíamos, ahora el silencio se hacía espeso. Era necesaria mayor
concentración, aunque no esfuerzo.
Estaríamos
cerca de Cenes de la Vega, bien llegando o tal vez recién pasado,
cuando una luz potentísima proveniente
del sur y de casi nuestro cenit, o sea, a la izquierda del cauce
del río
y por encima de las montañas, iluminó todo durante décimas de
segundo.
–¿Qué
ha sido eso!? –nos
preguntamos deteniendo la marcha y revisando, linternas apagadas, el
entorno: un paisaje de noche cerrada, sin luna, tan solo iluminado
por las estrellas que un firmamento
completamente despejado nos quería regalar. Mirábamos hacia el
punto del que creíamos partió el potente foco de luz. Nada
especial. Encendimos de nuevo nuestras pequeñas lámparas y
reanudamos la marcha. No habiendo transcurrido ni tres minutos, ahora
nuestros canales de percepción en alerta, escuchamos los ladridos
encolerizados de algunos perros, posiblemente de cortijos próximos.
Los gañidos procedían de nuestra izquierda, pero fueron envueltos y
ninguneados por un sonido poderoso, como si del grave de una trompa
se tratara pero tremendamente amplificado, y de inmediato un segundo
destello luminoso procedente de la misma zona que el anterior. La
inquietud de los canes unida al extraño y poderoso sonido,
provocaron que nuestra vista, en máxima alerta, pudiese delimitar
mejor el extraño fenómeno. Efectivamente la luz emanaba como de un
foco circular enorme, que revelaba
todo el terreno durante una fracción de segundo.
Inquietos,
comenzamos a preguntarnos qué estaba ocurriendo. Pensamos si
debíamos refugiarnos en el pueblo o cercanías y suspender la
excursión. En esas ágiles reflexiones, el fenómeno aconteció por
tercera vez y respaldando el mismo guion: los perros, el sonido (la
primera vez o no lo hubo o no lo percibimos) y el destello. Después
no volvió a repetirse.
Nuestra
excursión continuó sin novedad hasta alcanzar la meta propuesta y
posteriormente regresar a casa. Pero hablamos sobre aquello y
planteamos hipótesis que explicaran la rareza a la que Pepe bautizó
con mucha gracia como "Fenómeno Q". ¿"Q"ué
ha sido eso? fue lo primero que, sorprendidos, acudió a nuestras
bocas. ¿Podría haber sido una bengala? ¿un meteorito? La lógica
de nuestras explicaciones terminaba desmoronándose ante la
singularidad de lo experimentado.
Preguntamos
más tarde a otros excursionistas que encontrábamos si habían
advertido algo extraño en el cielo, de madrugada. Nadie. Sólo
nosotros. Al día siguiente compré los diarios locales y no
recogían noticia, ni siquiera semejante, que pudiera aportar alguna
explicación al caso.
Lo
más parecido a la experiencia que os he relatado se lo escuché a
alguien entrevistado por José María Íñigo en alguno de sus
programas de aquellas fechas. Jamás pensamos ninguno de los tres
amigos que nos hubiéramos "tropezado con un prodigio de corte
extraterrestre". Nunca creímos en ello, pero os certifico que
los momentos vividos fueron extremadamente inquietantes y sin duda,
aquello, lo más extraño que he presenciado en mi vida.
Hasta la próxima