Que los modos mayor y menor en música expresan respectivamente alegría y tristeza es algo de sobra conocido y en lo que no voy a profundizar.
Circunstancias especiales de estos últimos días me han ayudado a reflexionar y he recordado dos escritos que ahora voy a plasmar en este espacio. El primero lo escribió una antigua alumna del Colegio "Guzmán el Bueno" de Tarifa, donde serví durante siete años. El segundo lo hice yo mismo y se publicó, no recuerdo en qué año, en la revista Guadalmesí.
Hasta la próxima
UNA HISTORIA DE SEMANA SANTA
El otoño empezaba a deshojar
cuidadosamente los árboles y el suelo de Sevilla iba tintándose del
color marrón anaranjado que caracteriza esa época del año. Manuel,
como cada mañana se levantaba y miraba a través del cristal del
ventanuco de su oficina. Apenas había amanecido. Aunque disponía de
un cómodo piso casi en el centro de la ciudad, por su trabajo dormía
muchas noches, demasiadas noches, donde trabajaba. Era dueño de una
modesta nave
de aparcamientos. En la planta primera se encontraba la oficina y
desde allí controlaba las
entradas y salidas de vehículos. Tras unos armarios metálicos, una
cama plegable, una nevera, una mesa, una estufa eléctrica y poco
más. La gruesa cortina separaba la parte laboral de lo que podíamos
llamar “hogar”. De noche cerraba la enorme puerta corredera y por
la mañana la abría nuevamente al tránsito de vehículos. No era
frecuente tener que abrirla en plena madrugada.
Aquel
día de otoño Manuel recibió la pésima noticia de la enfermedad de
su amigo de infancia. El cáncer no era ya una posibilidad sino un
diagnóstico confirmado. Religioso como era, cuando terminaba su
turno de trabajo se encaminaba al cercano
barrio de San Lorenzo a pedir a
su Jesús del Gran Poder por la salud del
amigo. Quien conoce la Semana Santa sevillana conoce también la
devoción de los cofrades a
sus Cristos y Vírgenes.
Pues sí, Manuel pertenecía a la Hermandad de Jesús del Gran Poder
porque su padre y su abuelo también pertenecieron y él,
cada madrugada del Jueves al
Viernes Santo acompañaba a su Cristo tras la celosía de la túnica
y el capirote.
Ni
un sólo día dejó de ir a pedir por su amigo. A veces desde el
interior del templo, otras desde el exterior, pues estaba cerrada la
puerta. Allí se fumaba su cigarrillo y oraba de la manera más
natural.
Pasaron
los meses y, finalizando el mes de febrero, tras cuatro meses de
tortura, su amigo falleció. Para Manuel fue golpe terrible del que
pensaba que no se podría recuperar. En
cierta ocasión, indignado, se plantó ante la imagen.
-Llevo
cuatro meses viniendo día tras día a tu casa para pedirte la salud
de mi amigo y no me has hecho caso. Cuando
quieras verme tendrás que venir Tú a mi casa.
Con
ese despecho le habló, movido por la tristeza y el coraje que le
atenazaban.
Llegó
la Semana Santa y con ella la salida procesional del Jesús del Gran
Poder. Manuel, como prometió, se quedó en el “hogar” de la
nave. Nadie en la Hermandad recordaba ninguna ausencia de Manuel y
ese año a todos extrañó enormemente.
La
Estación de Penitencia se iba desarrollando con normalidad, hasta
que una poderosa nube descargó agua y más agua de una manera casi
torrencial. Nazarenos corriendo, músicos huyendo… en unos minutos
el cortejo quedó desmembrado y el riesgo para la imagen se hacía
patente. Capataz, hermano mayor y otros líderes de la Hermandad
ordenaron a los costaleros una “levantá” excepcional y, a la
carrera callejearon para encontrar refugio al paso.
Manuel
no podía
conciliar el sueño y se sobresaltó con la impresionante tormenta y
cuando en el portón de la nave golpeaban con furia. Se lanzó
escaleras abajo y llegado a la
corredera preguntó con una voz
poderosa: -¿¡Quién
es!?
-¡¡El
Gran Poder!! -se oyó al otro lado del húmedo y frío metal.
Mari Luz
SABÍA QUE VENDRÍAS
Predicaba Jesús en Perea, provincia
situada al Este del río Jordán, quizás la más bella y pintoresca
de toda Palestina, cuando procedente de Betania le llegó un recado
de las hermanas de Lázaro, anunciándole que éste se encontraba
enfermo. Al recibirlo, Jesús comentó a los discípulos que la
enfermedad no acabaría en muerte. No dio demasiada importancia al
mal que aquejaba a su amigo y dejó pasar dos días aún, antes de
emprender camino hacia Judea. Cruzaron el Jordán cerca de Jericó y
continuaron hacia el Sur hasta que al cabo de más de día y medio de
camino, alcanzaron Betania.
Cuando
llegaron a la aldea, Lázaro llevaba cuatro días sepultado. Marta se
enteró de que llegaba Jesús y salió a su encuentro.
-Señor,
si hubieras estado aquí no habría muerto mi hermano, pero sé que
todo lo que pidas a Dios te lo concederá -le dijo.
-Tu
hermano resucitará -contestó Jesús.
Más
tarde apareció María, la hermana de Marta, también llorando. Jesús
la abrazó y le preguntó: -¿Dónde lo habéis sepultado?
Dirigieron
a Jesús a la parte oriental del monte de los Olivos, lugar donde se
hallaba el enterramiento, que era una cavidad cubierta con una losa.
-¡Quitad
la losa! -ordenó Jesús.
Marta
se le acercó y en voz baja advirtió: -Señor, ya huele. Lleva aquí
cuatro días.
-Haced
lo que os digo -replicó Jesús-. Así lo hicieron y tras elevar los
ojos al cielo, gritó con voz potente: -¡Lázaro, sal fuera!
Con
cierta dificultad por las vendas que lo envolvían y por el sudario
que le cubría el rostro, Lázaro salió de la oquedad quedando
estupefactos cuantos se encontraban allí. Algunos cayeron al suelo
impresionados, otros lloraban emocionados y otros huían
aterrorizados.
La casa de Lázaro
no era mejor que la de otros habitantes. Una parte de ella se
aprovechaba del abrigo de una roca, mientras el resto estaba
construida con bloques de caliza tan blanda que se cortaba con
sierras. No tenía más que dos estancias. Se accedía a ella a
través de un vano carente de puerta, que preservaba la intimidad del
exterior mediante una gruesa cortina. La ausencia de muebles era
patente. En la parte posterior otro vano daba salida a un precioso
huerto repleto de flores, naranjos y limoneros. En él, una pequeña
alberca.
Ya
había pasado más de una hora, cuando Lázaro regresó de haberse
lavado y se dispusieron a tomar algunos alimentos. La gente aún se
agolpaba en el exterior deseando ver a los protagonistas de tan
extraordinario suceso.
En
la habitación, sobre una alfombra sentados, estaban Jesús, Lázaro,
que acaba de sumarse y María, que aún tenía los ojos muy
enrojecidos. Marta, que era la más hacendosa, entraba y salía de la
estancia con gesto severo, como enojada. En sus manos un cuenco de
arcilla con higos secos y una jarrita con vino. Sobre una piedra
circular en la alfombra, un plato con almendras, una palangana con
agua y un trapo para la higiene de las manos.
-No
prepares más cosas, siéntate a nuestro lado -dijo Jesús
dirigiéndose a Marta.
Aún
debió insistir Jesús una vez más, antes de que obedeciera. Se
arregló el velo que cubría su cabello y doblando las rodillas se
acomodó en la alfombra. De nuevo afloraron las lágrimas a sus
bellos ojos negros y humillaba la cabeza no queriendo ser vista.
Jesús, al par que le acercaba un tazón con un poco de agua, le
preguntó:
-¿No
estás contenta, Marta? ¿Por qué?
Ella
trató de tranquilizarse, bebió agua y contestó con voz
entrecortada: -Sí lo estoy, Señor, pero...- interrumpió la frase.
Jesús la animó a continuar: -Pero... ¿qué?
Marta
suspiró, miró a su hermano, que poco a poco iba recuperando el
color y el aspecto saludable, y añadió: -¿Era necesario tanto
sufrimiento? Sé que estabas lejos de nosotros, Señor, pero ¿acaso
entraste en la casa de aquel centurión que pidió tu ayuda? En dos
ocasiones amigos nuestros te avisaron de la gravedad de Lázaro para
que vinieras, pero Lázaro llegó a morir. De nuevo la interrumpieron
los sollozos.
-Pero
Lázaro no ha muerto, Marta, míralo aquí, a mi lado. Él te mira
–dijo Jesús.
-Sí,
pero, ¿sabes cuánto hemos padecido mientras agonizaba, cuando moría
y cuando le dábamos sepultura? -respondió ahora algo más alterada
Marta y elevando un poco más el volumen de su voz.
-¿Qué
has querido? ¿demostrar tu poder ante toda esta gente, aun a costa
de nuestro dolor? -añadió más exaltada aún.
-¡Marta! –regañó
con firmeza María recriminando la injusticia de las palabras de su
hermana. Marta también se dio cuenta de su dureza y ahora lloraba
con amargura al par que trataba de incorporarse para salir,
avergonzada, de la estancia.
Jesús
se lo impidió sujetándola por el brazo, mientras con una
sonrisa tierna le decía: -¡Oh! Marta, Marta, eres la más fuerte de
esta casa y en cambio has demostrado una gran debilidad y falta de
fe. Y continuó: -¿Tratas de comprender la voluntad de mi Padre? En
verdad, en verdad te digo que más fácil sería contener todas las
aguas del Jordán en este cuenco de arcilla. Mira a tu hermana, ella
sólo tiene fe y calla.
María
se sintió halagada y aproximándose a Jesús reposó la cabeza sobre
su hombro. Se hizo el silencio entre ellos, aunque persistía el
murmullo de la aglomeración de curiosos que aún continuaba fuera.
De
nuevo volvió Marta a dirigirse a Jesús con energía, planteando
todas las dudas que se había formulado:
-Señor,
has devuelto a nuestro hermano a la vida y mi agradecimiento me
llevaría a dar la mía por ti –Jesús agachó la cabeza y sonrió
–pero sigo sin comprender: ¿es el sufrimiento que hemos padecido
justo castigo por nuestras faltas e iniquidades?
Jesús
reaccionó a esas palabras con un gesto irritado y replicó con
firmeza:
-¿Acaso
cuando una madre ve que su hijo puede caer al pozo, no lo retira con
rapidez del brocal y le da un par de azotes en el trasero? ¿Piensas,
Marta, que esa madre ha querido hacer daño a su hijo? Esos azotes
significan otra cosa, ¿verdad? Pues mi Padre os quiere mucho más
que la madre a su hijo.
-No
trates de comprender. Me encontrarás en todas partes, sólo con irme
a buscar -añadió con un tono mucho más dulce.
María
y Lázaro escuchaban con atención sin reservas, abismados en las
palabras de Jesús. De nuevo habló Marta, ahora bastante calmada:
-Sé,
Señor, que detrás de todo estás Tú. Perdona mi falta de paciencia
y mi inseguridad.
Jesús
sonrió, bebió un poco de vino y dirigió la mirada a Lázaro
preguntando:
-Y
tú, Lázaro, amigo, ¿tienes algo que decir?
Lázaro,
que había permanecido cautivado mientras Jesús y su hermana
conversaban, tardó unos segundos en reaccionar. Suspiró, sonrió,
tomó la mano de Jesús y dijo:
-He
pasado miedo y frío, Señor, pero sabía que vendrías.
Jesús
lo abrazó mientras a Marta le resbalaban dos nuevas lágrimas por
sus mejillas.
Luis G. Ortiz
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